Cada tanto, muy de vez en cuando, escucho desde mi ventana llantos que vienen desde lejos. Son gritos que llegan hasta el séptimo piso después de rebotar contra concretos y tinglados. Se les nota la lejanía. Se escuchan bajos pero se los reconoce estruendosos. Posiblemente vengan desde hasta tres o cuatro cuadras. Nunca sé.
No hay que hacer mucho para dejar de escucharlos, son fáciles de tapar. Basta con seguir batiendo el café para ignorarlos. Pero una vez que llega el primero es difícil desentenderse. El oído se agudiza para captar el segundo y confirmar que no se trata de otra cosa que de un desahogo a la deriva. Y casi siempre llega. Es entonces cuando decido ser parte de un duelo ajeno, inesperado, como todos los duelos supongo.
Desde distintos puntos del departamento intento encontrar variaciones o palabras en cada alarido que me orienten un poco más, pero suelen ser parecidos entre sí.
Ésos, son llantos que difícilmente una persona se anime a ejecutarlos en público. Son llantos de último recurso. La muerte, pienso. La puta, digo.
El ruido de Buenos Aires, inexorable, los debilita sin respeto. Pero llegan. Débiles, pero llegan. No hacen más que confirmar la tristeza de alguien en la ciudad.
Mientras duran, los acompaño. A veces por minutos. Y otras a lo largo de un día.

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